La ancestral tradición del pastoreo en las alturas de San Pedro
Dos mujeres atacameñas cuentan cómo era la época en que había que cruzar cientos de kilómetros a pie para llevar cientos de cabezas de ganado para que comieran. Así era la vida de muchos habitantes de la comuna, décadas atrás.
Por más cajeros automáticos y modernas tiendas con ropa de explorador que le pongan a San Pedro de Atacama, la naturaleza siempre se va a encargar de hacer saber que es ella la que manda en el altiplano. Los turistas se sorprenden cuando una violenta ráfaga de viento pasa por el pueblo levantando polvo por todas partes, pero sus habitantes están acostumbrados.
El viento también pasa de repente por las cocinerías de la calle Licancabur, lugares de baratos menús alejados de los sobrevaluados y ultrarefinados platos del centro del pueblo. Alejandra Claudina Ayavire (69), trabaja en uno de esos puestos. Mientras dos clientes están sirviéndose un humeante caldo en una de las mesas, la ventolera llega sin aviso.
-¡La puerta, la puerta!
Su hijo y un par de personas corren a cerrar las puertas para que el tierral no entre, pero igual una nube de polvo se cuela durante unos segundos, como dejando testimonio de que por acá pasó la madre naturaleza. San Pedro es así, y así lo fue siempre, igual que en la época en que Alejandra Ayavire era una niña que pastoreaba ganado por el desierto.
La familia de doña Alejandra vivía en Tulor, a pocos kilómetros de San Pedro de Atacama, moviéndose entre el pastoreo y la agricultura. Ella tenía siete años, pero ya tenía que ayudar a sus hermanos a mover cientos de cabras, ovejas y llamos para que comieran las vegas que crecían en Tebenquiche o Baltinache. Ahora uno puede llegar en auto en un rato, pero caminando eran horas, tardes enteras. En medio del desierto, bajo el sol implacable y quemador que hay por acá.
-Nosotros les gritábamos a los perros y los perros corrían por las orillas para que no se desparramaran tanto, pero eran tantos que nosotros éramos como siete niños y de entre los siete, en burro galopábamos a atajar a los animales.
Los cientos de cabezas de ganado se iban en fila india hacia el horizonte, rumbo a buscar comida, recuerda doña Alejandra. A sus casi 70 años, ella es de las pocas personas del pueblo que mantiene el relato oral de cómo era San Pedro de Atacama antes de que llegara la modernidad y los miles de turistas que hoy pasean y toman fotos por todos lados.
Los traslados de pastoreo por el desierto duraban mucho tiempo. Alejandra Ayavire recuerda que sus padres los podían tener un mes o dos meses en los sectores donde hubiera suficiente pasto para los animales. Si se acababa en Tebenquiche, se iban a Río Grande. La pequeña expedición contaba con burros trasladando agua, camas y comida.
Cuando ya se hacía la noche, todo el ganado se transformaba en su propio corral, cuenta la mujer atacameña. Rodeaban a los animales con los burros, luego los afirmaban con un cordel y eran los perros los vigilantes de que no llegara, por ejemplo, algún zorro a meterse. Al medio se ponía el "secreto" que le enseñaron sus antepasados: un montoncito de excremento puesto dentro de un tarro, que -por alguna razón -, impedía que escaparan las ovejas y cabras hacia afuera.
-El animal no se iba. Era, como quien dice, que tenía un imán.
Y si se llegaban a ir los animales, había que ir a buscarlos donde fuera. Los papás contaban cada una de las cabezas y en caso que faltara una, de vuelta en burro a meterse por el desierto. Ella, la más chica de sus hermanos, salía con ellos a buscar la llama o cabra perdida por ahí. Muchas veces los animales se apartaban del camino para parir.
-Me gustaba estar con los animales y caminar, era como un hobby para mí. Yo me ponía mi sombrero y como no teníamos zapatos, ocupábamos sandalias de goma de los neumáticos. Nosotros tejíamos las medidas, nos hacíamos chalecas, tejidos de la lana. Mientras caminábamos tejíamos la ropa-, dice.
La estancia
A los diez o nueve años, Lidia Cortés Martínez salía con su burro "Conejo" a pastorear animales. Desde Poconche hasta la laguna Tebenquiche, donde estaba la mejor vega para los cien corderos de su familia, hay unos treinta kilómetros en línea recta, toda una tarde para que después de mucho espejismo en el plano horizonte, apareciera la estancia donde se quedaba a dormir.
-A veces me mandaban por diez días, quince días o tal vez el mes-, recuerda doña Lidia, quien hoy trabaja en el camping del Pozo 3, el popular balneario de San Pedro de Atacama.
El "Conejo" tenía que hacerle frente a los burros chúcaros que aparecían por el camino. Pese a que las lagunas de las alturas son famosas por lo saladas que son, Lidia Cortés recuerda que en Tebenquiche había una pequeña vertiente. No era dulce-dulce, pero servía para beber. En la estancia le daban de todo para hacer cazuelas: la carne de la llama se hacía charqui, se le agregaban verduras y también agua para hacer el caldo.
En la estancia la acompañaba la hija de otra vecina de Coyo. Para divertirse jugaban con el barro de las lagunas. En esa misma orilla donde hoy vienen investigadores a indagar sobre los particulares microorganismos que viven acá, las niñas atacameñas jugaban a hacer panes con barro. En las noches se podían ver las estrellas casi encima y, en el silencio casi absoluto -con excepción del viento-, más de una vez Lidia escuchó algo sobrenatural.
-En la noche me costaba quedarme dormida y sentía que alguien me hablaba, gritaba. Incluso sentí que venía galopando un caballo pero como que venía galopando encima de piedra. Y dígame usted, ¿en qué momento piedras si no hay nada?
Dice la mujer de hoy 50 años que en el desierto escuchó más de alguna vez su nombre. Una voz de hombre, dice, que le silbaba en el día. La cachorra de la casa aullaba.
-Después me fui acostumbrando. De niña siempre me habían inculcado que tenía que acordarme de Dios. Mi mami decía que cualquier cosa tenía que rezar.
En ese tiempo, de niña, le contaron que había una tumba cerca. Habían matado a alguien, asegura, y está enterrado ahí. Ella, después de los 15 años, dejó de pastorear Se fue a Calama, pero hace poco volvió a San Pedro de Atacama, porque acá está toda su familia.
El agua
Doña Alejandra Ayavire dice que desde los años setenta hacia acá empezó a bajar la cantidad de lluvia que cae en San Pedro de Atacama. Antes el volcán Licancabur estaba cubierto de nieve, todo blanco, y después, cuando se derretía, tenía una linda falda verde. Eso se perdió durante los años que estuvo ausente del pueblo, cuando vivió en Antofagasta.
-De aquí a Calama esto era un jardín, usted miraba flores, veía verde. Nosotros llevábamos a los animales por el Valle de la Luna y todo el ganado a comer toda esa pampa. Nosotros vivíamos cuidando los animales.
Los turistas que vienen actualmente a San Pedro vienen precisamente a no ver jardines. Les impresiona la sequedad absoluta del desierto, se toman fotos con rocas, subiendo dunas. Ahora, dice, la mujer atacameña, no hay suficiente agua para volver a la agricultura que todavía añora. Dos años seguidos perdió todo el maíz que sembró porque se secó por el sol. El agua tampoco da para tener pasto, dice y, por ende, no hay cómo tener animales.
-Ya no se ven las crianzas de animales. Yo ahora mismo estoy entusiasmada que quiero criar conejos, chanchos.
Alejandra Ayavire dice que su hijo le ha ofrecido volver a Coyo y comprarle fardos a un camión que llega todos los meses del sur, pero ella piensa que los pobres animales van a sufrir. Ella aún sigue acordándose de esos días de niña en que salía a llevar el ganado por kilómetros y kilómetros para comer vegetación, cuando se bañaba en las aguas del salar, tenían hojas de coca para el camino y se escondían bajo los animales para que no los alcanzaran los truenos cuando la naturaleza hacía lo suyo con el clima. Y dice con nostalgia del ayer:
-Era muy lindo para nosotros.