¡Secuestran y lanzan al mar al "Caminante del Desierto"!
Ignacio Jaime, el hombre que caminó hasta Santiago para defender los derechos de las personas con discapacidad, cuenta a "La Estrella" las diez horas más largas de su vida, tras un asalto que terminó en el maletero de un auto y luego, nadando en la costa.
Redacción - La Estrella
Exactamente 177 días se demoró Ignacio Jaime (52), profesión analista informático, en caminar con sus muletas desde Antofagasta a Santiago para reclamar por los derechos de las personas con discapacidad, a finales de 2014. Tenía todo en contra: el largo y agobiante desierto bajo un sol que le quemaba hasta la respiración, cuestas empinadísimas, camiones pasando a toda velocidad a centímetros suyo y, sobre todo, las secuelas de un atropello que casi lo dejó en silla de ruedas para siempre.
Como se sabe, Ignacio llegó a la capital, fue a La Moneda y la Presidenta Bachelet le dio hora para cuatro meses después. Nunca lo recibió. Ignacio dijo en ese momento que volvía, de todas formas, conforme por haber mostrado cómo la sociedad trata a las personas con discapacidad en los primeros titulares de los diarios y la tele. Le quedó a fuego, sí, el recuerdo angustiante de ese largo viaje que parecía no terminar nunca.
La noche del martes, Ignacio volvió a vivir esa angustia cuando vio una pistola cargada apuntándolo directamente al rostro. Estaba regresando a su casa, subiendo por Pantaleón Cortés, cargando una mochila donde tenía su notebook y un celular. A una cuadra y media de llegar, se detuvo un auto rojo a preguntarle una dirección. Apenas Ignacio Jaime le dijo que no, de la ventana trasera apareció la pistola.
-Entra al auto- le dijo un adolescente, el menor de los cuatro ocupantes.
Según Ignacio, quien vino a "La Estrella" a contar su experiencia, ahí comenzó el forcejeo. Entre intimidaciones para que subiera a la buena, los tipos - asegura que tenían acento colombiano - lo hicieron a la mala. Revisaron la mochila y encontraron el notebook, encriptado para que nadie pueda entrar aparte de él.
-¡Dame las claves! -le dijo uno.
Ignacio no lo hizo. Recuerda que nadie lo golpeó, pero con la pistola firme apuntándolo para que no alertara a nadie, lo llevaron a un peladero allá arriba en las tomas. Lo bajaron en la oscuridad de la noche, con las luces de la ciudad en sus espaldas. Y como si fuera una película de mafiosos, el adolescente le tapó la cabeza con una bolsa negra.
Antes que llegara a ahogarse, el sujeto le sacó la bolsa. Volvió a pedirle las claves. Ignacio otra vez se negó. "Todo esto fue un asalto, pero fue porque no quise darle la encriptación del notebook. Tú cuando lo encriptas -y eso lo hacen los abogados-, lo que pasa es que pasa por un sistema donde bloqueas el computador y no pasa nada. Los abogados lo usan para proteger su información", cuenta. La tortura de la bolsa se repitió un par de veces hasta que los sujetos lo metieron a un maletero.
El largo viaje
Las muletas, obviamente, desaparecieron. Ya son cerca de las 10.30 de la noche del martes, y dentro de la maleta Ignacio sintió que estaba listo para que lo mataran. En la oscuridad, quizás lo único que pudo haber visto serían las intermitentes luces del paso de los postes de iluminación pública colándose por las rendijas.
Fueron horas eternas y de las miles de preguntas que cualquiera se podría hacer en la incertidumbre de no saber su destino. Mal que mal, con una pistola en frente todo puede pasar. Durante la noche, el auto rojo se paseó por toda Antofagasta. Se detuvo en algunos lados, volvió a seguir su camino después. ¿Qué buscaban los sujetos? ¿lo andaban buscando de hace tiempo o solamente lo estaban torturando por pura maldad? ¿y porqué a él, exactamente a él? ¿lo irían a matar...? Pilló una bala dentro, que luego entregó a un policía.
La angustia se terminó a eso de las seis de la madrugada del miércoles. El auto rojo por fin se detuvo y los tipos bajaron a Ignacio frente al mar. Él no recuerda exactamente donde fue la detención - los medicamentos que toma (morfina) le produce desorientación, cuenta-, pero la descripción lo aproxima entre el Balneario Municipal y el Puerto, en el Paseo del Mar.
A duras penas, tuvo que bajar a las rocas, en una pendiente. Lo obligaron a lanzarse al agua. El peso de su ropa y el problema que tiene en sus piernas hacía casi imposible el nado, pero Ignacio, por instinto, dice haber nadado hacia el fondo para que los posibles disparos no lo alcanzasen, aprovechando la aún difusa luz de esa hora de la mañana.
-Pensé en ir al puerto- recuerda-, pero era muy lejos, empecé a buscar un lugar para salir hacia afuera y todo el sector estaba en un roquerío. Traté de salir para fuera, pero me agarraba para dentro. Me agarré a las piedras y comencé a pedir ayuda.
Cuando por fin salió del mar, la baja temperatura de la madrugada y la brisa marina tenían a Ignacio Jaime tiritando frente al edificio de la Asociación Chilena de Seguridad. Pidió ayuda a unos transeúntes y a un par de runners, pero nadie lo pescó. En eso, apareció un operador de minicargadores Bobcat. Él le preguntó cómo estaba y llamó a Carabineros.
-Con un operador se pusieron de acuerdo, y llegó un supervisor que me sacó la casaca y la polera, y comenzaron a hacerme frota- dice.
Luego que Carabineros lo llevara al hospital con principios de hipotermia, en el Regional constataron lesiones (aunque no habían, porque lo máximo que hicieron los tipos fue ahogarlo con la bolsa) e Ignacio realizó las denuncias correspondientes. "Testigo de los hechos no tengo. Sospechas en personas determinadas. La presente denuncia es sólo para dejar constancia de lo que viví", dice el parte ante Fiscalía. Ignacio cree que esta última frase es innecesaria. "Es bastante burdo. ¡Esto es constatación del deilto!", explica.
Aunque asegura que los tipos que le hicieron pasar la noche más larga de su vida tenían acento colombiano, el "caminante del desierto" no quiere generalizar, ni menos que se produzca una reacción de xenofobia por lo que pasó. "La Estrella" consultó con Carabineros y señalaron que se remitieron los antecedentes al Ministerio Público, quienes deben investigar el hecho y determinar si el hecho fue como lo contó Ignacio.
-Usted sabe que probablemente los secuestradores podrían leer esto.
-Sí, pero aquí no tienen culpa los inmigrantes que vienen a mejorar su calidad de vida. Yo tengo hartos amigos colombianos, y esas personas vienen a trabajar. Pero encubiertos vienen los delincuentes.
Puede que nunca vaya a saber quienes fueron los tipos que le hicieron pasar las horas más angustiosas de su vida, pero Ignacio Jaime quiere dejar constancia. Incluso, le escribirá una carta a la Presidenta Bachelet para ver si -esta vez- lo escucha, y ojalá la experiencia no le ocurra a nadie más en Antofagasta.