Las nuevas breverías del Tipógrafo Huraño
Los casi 600 ejemplares que el poeta hizo de la segunda parte de su libro, fue todo a mano. Nada de computador: a pura imprenta manual. Después de esto, no hay más breverías, porque el autor quiere volver a la poesía que leía antes.
Después de tres meses de trabajar todos los días, colocando con santa paciencia cada letra fundida en plomo en la plancha de impresión, Miguel Morales Fuentes hace el siguiente cálculo matemático: Como cada página de "Las mil breverías del tipógrafo huraño" (Ediciones Hurañas, 2018) se imprimó artesanalmente en una pequeña imprenta manual que le dio vida lentamente a los casi seiscientos ejemplares que sacó, el libro le costó 46 mil flexiones de su brazo izquierdo.
Sentado donde se sienta siempre, afuera de la Clínica Antofagasta, el brazo de Miguel Morales ya no está bajando una y otra vez la plancha de la imprenta, sino que se ocupa de sostener una taza de té a la que le da pequeños sorbos mientras ve pasar la gente apurada haciendo trámites. Las tapas blancas de "Las mil breverías" resaltan entre la multitud de colores impresos en las portadas de todos los textos de otros autores que también vende. En una mesita, una obra de Molière comparte espacio con El Principito, un atlas de Chile o con varias copias de libros que en los ochenta regalaba la revista Ercilla, resistiendo el paso del tiempo.
-Casi todos éstos (los libros) son míos. Entre las cosas de mi vida he sido librero de viejo, pero ahora ya no tengo local porque no me interesa.
El tipógrafo huraño sostiene un ejemplar de la segunda parte de sus "mil breverías", versos cortos organizados en cada letra del abecedario. Dice que con ello no hay una intencionalidad más allá de ordenar de alguna forma los miles de pequeños textos que escribió en libretas durante casi una década.
Hasta antes de transformarse en un libro hecho a mano con líneas tipográficas, parecido al sistema con el que se hacían los diarios hasta hace cuatro décadas, las breverías estaban guardadas acumulando años en la casa de Miguel Morales, donde vive con su familia.
-Era una jugarreta diaria. Una, dos, tres, de repente se me olvidaban. Después, en un tiempo más, escribía otra, pero tuvieron que pasar diez años.
El escritor se detiene en una hoja:
"Siempre fui el peón despedido del tablero
solía habitar los caballos, nunca simpaticé con los alfiles
y custodié las torres
traté de amar a la reina pero ella estaba ocupada en defender al rey".
-Aquí hay algo existencial dentro de esa metáfora del ajedrez. Uno siempre de cierta manera lo despiden como peón para el lado, ¿ves?- dice.
**
Hombre de unos 30 años, jeans, chaleco blanco.
-Disculpa, ¿"Los zarpazos del Puma"?
-No... es muy escaso ese. Lo puede encontrar en calle Maipú.
-Okey, muy amable, gracias.
**
Miguel Morales tiende a repetir la palabra "romanticismo". Muchas de sus breverías están llenas de ello, dice. El no uso que un comprador le dio a una de sus últimas máquinas de impresión también le parece un acto de romanticismo. En todo el rato en que el escritor habla con "La Estrella", un puñado de personas llega a preguntar esporádicamente por uno que otro libro que anda buscando. De las breverías nadie pregunta, pero el tipógrafo vuelve al concepto inicial: esto es romanticismo.
-No se gana nada con esto, nada material. Pero la gracia es que uno deje huella en este mundo. Puede que esto en unos cincuenta años más, alguien se encontrará un ejemplar y diga "mira esto, el tipógrafo huraño".
Donde sí vendió harto fue en el lanzamiento del libro que hizo en la Biblioteca Regional, en abril. El tipógrafo huraño calcula que esa vez hizo unos 200 mil pesos, aunque vuelve a reparar en que la distribución de sus libros el tema no es la plata, sino la huella.
-Yo quiero que una persona equis se encuentre con esto y que le agrade algo. Que se entretenga, que digan "me gustó esta parte".
La tinta, el papel y la impresión tipográfica lo sigue desde siempre. Casi desde la Araucanía, su tierra natal. Nació en Capitán Pastene, después vivió en Angol, Santiago, hasta que se vino a Antofagasta en 1971.
Trabajó como encuadernador en imprentas después que lo echaran de la Universidad del Norte, donde estuvo más de seis años. Quedó exonerado en dictadura y se hizo de varias máquinas de impresión, una incluso tamaño medio mercurio (este diario tiene ese formato, como ejemplo). Después se aburrió y empezó con los libros. La última máquina, como dijimos, se la vendió a un señor que no la piensa trabajar.
-Me tinca que después la va a mostrar y va a decir "ésta es la imprenta que tenía el viejo".
**
Mujer, aproximadamente 50 años. Lentes de sol, falda roja.
-Oiga, ¿Está todos los días acá?
-Sí, hasta las dos de la tarde.
-Todos los días.
-De lunes a viernes.
-De lunes a viernes. Ya, gracias.
**
-¿Sigue escribiendo breverías?
-No, yo creo que ya no debo escribir más porque ya quedé saturado.
-¿Y no está escribiendo más?
-Estoy tratando de volver a la poesía de antes, lo existencial. Por ejemplo:
"Recuerdo los senderos del sur
los pellines
los sauces que bordean los ríos
y la luz de tu pelo al sol de la tarde".
Cuando no está afuera de la Clínica Antofagasta vendiendo sus textos bajo una sombrilla, el tipógrafo huraño trata de ocuparse haciendo lo que sea porque no le gusta no hacer nada.
-Yo no puedo estar tranquilo. Tengo que estar haciendo algo, cocinando, arreglando cualquier cosa. Soy gásfiter, electricista, carpintero.
Miguel Morales no estará escribiendo más breverías pero sí está releyendo sus libros favoritos. Ahora está con El Loco, de Chéjov. Y de ahí, toma el lápiz, la libreta y vuelve a buscarse en la poesía de antes. Relee a Nicanor Parra, pero sólo hasta las Canciones Rusas.
-Después al viejo le aguantaron cualquier cosa. Se convirtió en una estrella, entonces lo que dijera, lo que escribiera, era notable. Y bueno, cuando era jovencito leía a Neruda, casi toda la obra de Pablo de Rokha.
Evidentemente romanticista, concluye el tipógrafo huraño antes de volver a darle un sorbo a la taza.